Releyendo la edición ilustrada de las “Vistas de Venecia por Canaletto” (“Views of Venice by Canaletto”) publicada en Nueva York en 1971 por “Dover Publications Inc” me encontré con la leyenda del “beato” Nicoló Giustiniani, monje italiano que vivió en el siglo XII en Venecia y quien entró en el monasterio de San Nicoló en el Lido de dicha ciudad de los famosos canales de la laguna Véneta.
Según dice la tradición, habiendo muerto todos sus hermanos varones en una batalla contra los turcos en Constantinopla o tal vez enfermos de la peste bubónica en el Mar Egeo durante una expedición emprendida por el doge Vital Micheli II, el dux le pidió al Papa Alejandro III que disolviera los votos monásticos hechos por Nicoló. El objetivo era que pudiera casarse y de esa forma diera continuación al linaje de los Giustiniani, en riesgo de extinguirse en ese momento por la guerra del ambicioso dux o quizá por la peste que viajaba a bordo de sus galeones entre las sentinas, los cañones y la comida agusanada estivada en las bodegas.
Y claro, obediente y presto a sacrificarse, eso fue lo que exactamente hizo el hoy considerado “beato” después de la disolución de sus votos y tras abandonar el monasterio: Se casó con Anna Michela, hija del dux Michele, saludable como un caballo. De dicha unión carnal nacieron seis hijos, cuatro niños y dos niñas. Es decir, suficientes retoños para garantizar el apellido familiar en tiempos en que guerras y peste mermaban a las poblaciones como moscas, sin respetar condición social, edad o belleza.
Eso sí, inteligentemente, una vez que cumplió con la encomienda de perpetuar el linaje (y que los fuegos se habían apagado), alrededor de 1160, Nicolò Giustiniani decidió, de mutuo acuerdo con su esposa, volver a convertirse en monje para vivir en “penitencia” en el monasterio de San Nicoló al Lido, donde murió después de veinte años alrededor de 1180 en la santa gloria de príapo.
El tema de Nicoló y de su capacidad reproductiva siendo beato me llamó la atención por la mención de la peste en el texto que muestra uno de los grabados de Canaletto, en el que se citan los palacios construidos por la poderosa familia Giustiniani en Venecia.
Como vemos, la peste trastocaba y truncaba vidas, cegando destinos inmisericordemente. Llegaba inopinadamente como en el Orán que narra Albert Camus en “La Peste”: primero una rata, luego otra, y otra, después tantas, centenares, muertas, al grado de que la autoridad de la ciudad tuvo que empezar a organizar partidas para recogerlas, fundamentalmente para no inquietar a los ciudadanos, ante lo que ya era evidente.
Claro, en un principio, sólo había quejas por la aparición de una rata en una escalera. Natural asco por la aparición de otra en una puerta. Luego cierta perplejidad y después interrogación ante lo que era más que claro: la inminente propagación de la peste bubónica entre la población humana.
Y en efecto. Después siguieron los casos de fiebres extrañas. Uno, otro, y otro, hasta ser cientos.
Posteriormente los muertos comenzaron a acumularse y se dictaron las primeras medidas para obligar a las personas a no salir a las calles y de la ciudad. Y los afanes de un periodista por escapar de la cuarentena con la justificación de viajar a ir a ver a su prometida fuera de Orán. Las vidas de unos y otros cobran otro cariz, vistas a la luz de la mortal peste, y de la hedionda y dolorosa muerte que provoca con sus bubas e inflamaciones negruzcas.
“Claro, ya en ese entonces preocupaba el golpe al turismo: “Y en todo caso, nos faltan todavía varios meses. Además, estaba seguro de que durante mucho tiempo los viajeros procurarían evitar la ciudad. Esta peste era la ruina del turismo” (pag 94).
Como vemos, nada nuevo bajo el sol: “Los periódicos publicaron decretos que renovaban la prohibición de salir y amenazaban con penas de prisión a los contraventores. Había patrullas que recorrían la ciudad. De pronto, en las calles desiertas y caldeadas se veían avanzar, anunciados primero por el ruido de las herraduras en el empedrado, guardias montados que pasaban entre dos filas de ventanas cerradas. Cuando la patrulla desaparecía, un pesado silencio receloso volvía a caer sobre la ciudad amenazada” (pag. 91)
Amenazada como hoy Mérida o cualquier ciudad del planeta, por el coronavirus. Como el puerto de Orán, la pandemia, ha apagado la ciudad: “La animación habitual que hacía de él uno de los primeros puertos de la costa se había apagado bruscamente. Todavía se podían ver algunos navíos que hacían cuarentena. Pero en los muelles, las grandes grúas desarmadas, las vagonetas volcadas de costado, las grandes filas de toneles o de fardos testimoniaban que el comercio también había muerto de la peste” (pag 65).
He allí el dilema al que hoy nos enfrentamos. Morir por el coronavirus o morir por la muerte de la economía.