Eduardo Lliteras Sentíes.- Entre el escándalo mediático armado por la nota (repleta de imprecisiones y dichos no corroborados) del New York Times, ahora YouTube informó que bajó la conferencia mañanera del presidente Andrés Manuel López Obrador donde se reveló el teléfono de la reportera estadounidense, Natalie Kitroeff. La plataforma señaló que fue eliminada por acoso y bullying contra la reportera del New York Times.
El tema, no cabe duda, es sólo un capítulo más en lo que se preveía iba a ocurrir en el cierre de la administración obradorista: el gobierno estadounidense y sus agencias, así como el Pentágono quieren presionar un cambio en la política exterior de quien será, previsiblemente, la sucesora del presidente Andrés Manuel López Obrador.
Hay profundo enojo, molestia, por lo que se considera una inaceptable insubordinación del presidente mexicano en materia de política exterior al no acatar y someterse -como sucedió con Felipe Calderón o Enrique Peña Nieto por mencionar a los dos más recientes- a la línea dictada por la Casa Blanca en geopolítica; y ahora en particular en el conflicto militar en Ucrania o en el genocidio en Gaza cometido por el gobierno de Israel, por ejemplo.
La negativa del presidente mexicano a alinearse y someterse con Washington, a sus intereses en la guerra de falsa bandera en Ucrania, negándose a enviar armas, mercenarios o respaldar al gobierno de Volódomir Zelensky de forma irrestricta rompiendo relaciones con Rusia, condenando a Vladimir Putin, no se perdona en la Casa Blanca aunque de dientes para fuera la administración del presidente Biden diga que ellos no tienen nada que ver con las filtraciones de la DEA (la agencia contra las drogas estadounidense), lanzadas a través de varios medios justo en el proceso electoral en curso.
No menos importante, es el enojo del gobierno de Israel y del lobby sionista que controla en Washington a congresistas y senadores estadounidenses -vía donaciones de dinero, esto sí comprobado, por cierto- por las posturas del gobierno mexicano respecto a su campaña militar en Gaza. Desde el rechazo “a la tibieza” de la condena al ataque del 7 de octubre perpetrado por Hamas, a la postura del gobierno mexicano -junto con el gobierno de Chile- ante la Corte Penal Internacional (CPI) para que “investigue la probable comisión de crímenes de su competencia” en Palestina por el ejército israelí y su gobierno.
Como se recordará, la Secretaría de Relaciones Exteriores, explicó que “la acción de México y Chile obedeció a la creciente preocupación por la última escalada de violencia, en particular en contra de objetivos civiles, y la presunta comisión continua de crímenes bajo la jurisdicción de la Corte”.
No en balde, las dos embajadoras, la de Israel y la Ucrania, han hecho declaraciones por lo menos polémicas contra el gobierno mexicano, al que consideran peón de Washington -o que al menos así debería de ser- según su visión colonialista y racista.
La vuelta a la rienda suelta de la desestabilizadora DEA y otras agencias estadounidenses en territorio mexicano como la ATF (la que entregó armas a los narcos con diversas justificaciones), por supuesto, es parte también del litigio por interpósitas personas -o medios de comunicación- realizada por el gobierno Biden y el Deep State.
Pero hay algo más grave aún, y es que la guerra en Ucrania, la que está entrando en su tercer año, será desplazada ya no sólo por el conflicto en Medio Oriente sino por la guerra al narco en México, estrategia intervencionista de siempre de los gobiernos estadounidenses en turno en América Latina.
Esto se cruza también con la elección presidencial del presente año en diciembre en Estados Unidos. De ganar de nuevo Donald Trump, es de esperarse claramente que la frontera sur se convierta en el escenario militar número uno, al menos a nivel propagandístico.
Como se sabe, la propaganda en Estados Unidos alimenta la idea de que México es una nación bajo el control del narcotráfico. Y ahora más con una presidente cuya legitimidad popular es ensombrecida por el presunto financiamiento del crimen organizado, según la versión que divulgan medios internacionales citando fuentes pagadas por la DEA, criminales confesos y otros personajes no identificados. Al menos, hasta ahora.
Sin ir más lejos, la nota -por llamarla de alguna manera- del New York Times firmada por Alan Feuer y Natalie Kitroeff, afirmaba que “los cárteles de la droga se han infiltrado durante mucho tiempo en el Estado mexicano, desde los niveles más bajos hasta los niveles más altos del gobierno. Pagan a la policía, manipulan a los alcaldes, cooptan a altos funcionarios y dominan amplias zonas del país”.
Eso sí, la misma nota reconocía que “si bien los recientes esfuerzos de los funcionarios estadounidenses identificaron posibles vínculos entre los cárteles y los asociados de López Obrador, no encontraron ninguna conexión directa entre el propio presidente y las organizaciones criminales”.
Esa propaganda difamatoria de nuestro país -en la que se excluye la responsabilidad de la vecina potencia en el negocio de las drogas, en el lavado y su uso geopolítico- desde hace décadas es expresada por personajes de la política estadounidense dedicados a desprestigiar a México con todo tipo de acusaciones criminales. En tiempos recientes esto se ha exacerbado. Y puede ser el preludio de cosas mucho peores cuando se deshumaniza a quienes viven del otro lado de la frontera, como se hace desde el gobierno texano con los migrantes. O en Gaza llamando “animales humanos” a los palestinos para justificar la masacre de 30 mil civiles.
No olvidemos que el año pasado se supo que el presidente Donald Trump pretendió lanzar ataques con misiles contra “narcotraficantes” en México sin avisar, ni pedir permiso al gobierno obradorista.
El riesgo, evidente, es que esto se concrete en cualquier momento, por no hablar de una intervención armada, más o menos velada, para convertir a México en otro escenario militar donde los civiles serían las primeras víctimas, lo que no es nada descabellado.
En efecto. En la historia de nuestro país siempre ha pendido sobre nuestro cuello, la amenaza de una intervención armada, basta echarle un vistazo a las relaciones entre ambas naciones, y las declaraciones proferidas desde el Potomac. Siempre se han buscado justificaciones en las administraciones en turno y entre los grupos de interés y lobbys en Estados Unidos para atacarnos militarmente. Y así dominar o hurtar territorio.
Esto no resta, obvio, la realidad de la infiltración de las organizaciones criminales en instituciones, gobiernos, milicia y corporaciones policíacas. La economía de la criminalidad se extiende como mancha por el territorio nacional. Políticos, jueces, empresarios, están involucrados y tienen responsabilidad en la descomposición. México necesita instituciones judiciales ahora inexistentes para afrontar ésta crisis y una política desde el gobierno federal que ahora no existe por convicción de que se llegaría por otros caminos a “la paz” y temor a la violencia que podría ulteriormente desatarse.
Y claro, es inaceptable que el presidente Andrés Manuel López Obrador haya filtrado el teléfono de la corresponsal del New York Times. Sea número de su oficina o personal. Es muestra, en nuestra opinión, de un presidente cada vez más exasperado por la campaña que lo tilda de narco, a él y su familia, tema que ciertamente lo está desestabilizando. Y acorralando. Y aún viene mucho más.