Eduardo Lliteras Sentíes / Fotos publicadas por Emeequis en marzo de 2012 como parte de un reportaje especial de Eduardo Lliteras.- Durante un consistorio extraordinario celebrado en tiempos de Karol Wojtyla en el Vaticano un purpurado dijo: “ocurre pasar de una Iglesia para los pobres a una Iglesia completamente pobre: tocamos aquí quizá la cuestión más provocadora, la más urgente para la evangelización del Nuevo Milenio … sólo una Iglesia pobre puede convertirse en una Iglesia misionera”.
Según las versiones de dicho encuentro, publicadas por un libelo publicado en tiempos del papado de Juan Pablo II y que circuló en Roma provocando desgarraduras de curiales vestiduras, el purpurado en cuestión habría sido un argentino después convertido Papa. Sin afirmar sea cierto o no que Francisco I haya sido el autor de dichas palabras, el libelo de “Los Milenarios”, autores del texto “Humo de Satanás” en el Vaticano, afirma que muchos purpurados se horrorizaron de dichas palabras. De hecho, uno de los papables de ese entonces, más retrógradas, de nacionalidad italiana, habría revirado exaltado: “¡para nada!, ¡son los cristianos los que deben ser pobres, es decir, los que deben dar todos sus bienes a la Iglesia, que por el contrario, debe ser rica!”.
Sin amilanarse el obispo, pastor y purpurado le habría replicado: “Siempre he sido de la idea que la Iglesia mientras menos bienes tiene, mejor está”.
Pero el defensor de los bienes terrenales de la Iglesia, y de los departamentos de lujo de los príncipes del colegio cardenalicio, le habría respondido: “No hay antítesis entre Dios y el dinero, no ha incompatibilidad, porque el dinero es de Dios. El Evangelio no condena la riqueza, ni la ganancia, ni el poder”.
El pulso, entre dichas posiciones (abanderadas, por cierto por el Opus Dei y por una parte de Los Jesuitas, respectivamente), desembocó, tras la crisis del pontificado de Benedicto XVI desatada por los Vatileaks, en la elección de Francisco I, el primer Papa jesuita de los humildes zapatos negros desgastados que rechazó el uso de la limosina del Vaticano y el aparato de seguridad para bajarse de un Fiat y saludar a los ciudadanos romanos como cualquier hijo de vecino.
A diferencia de Ratzinger, quien amaba sus zapatos rojos deslumbrantes de cuero y el aparato pontificio decimonónico, Francisco llegó tras su elección con la bandera de la austeridad republicana, para citar al clásico local.
No en balde, camino a la tumba, el ex Papa Ratzinger fue vestido con zapatos negros, no rojos, para ser expuesto a los feligreses que éstos días han acudido a visitarlo para darle el último adiós en el monasterio Mater Ecclesiae, en el mismo Vaticano. La versión para consumo de masas es que los zapatos negros simbolizan que el Papa conocido con el mote del Panzer cardenal (por el tanque nazi alemán Panzer) murió no siendo Papa, sino un ex Pontífice dedicado a escribir decenas de libros, un teólogo de excepción (que persiguió la Teología de la Liberación, cerrando, por ejemplo, el Teologado de la Ciudad de México de los Jesuitas), que amaba tocar el piano, pero lejano del pueblo de Dios. Un hombre de gustos exquisitos, por supuesto, que vivió y murió en su torre de marfil.
Pocos recordaron, el día de su fallecimiento, el silenciamiento de teólogos como Leonardo Boff (Teología de la Liberación), Jacques Dupuis o Aloysius Pieris, entre otros muchos, a los que impuso la mordaza desde su despacho en el Vaticano como prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe (ex Inquisición) durante el pontificado de Juan Pablo II. Muy relevante, también, fue el papel de Ratzinger en materia de la avalancha de denuncias por abusos sexuales a menores cometidos por sacerdotes, sobre las que no hizo nada o más bien hizo mucho tapándolas a lo largo del pontificado de Wojtyla. En particular, sobre las denuncias presentadas en la Santa Sede por las víctimas de Marcial Maciel fundador de los Legionarios de Cristo, hizo mutis y mandó a paseo a quienes acudieron al Vaticano a denunciar su reinado criminal. Ratzinger le apostó a que las cosas se calmarían, pero no se calmaron, por el contrario, terminaron de estallar poniendo en jaque al Vaticano en los últimos años del pontificado de Juan Pablo II, al grado que la Santa Sede tuvo que realizar un par de eventos propagandísticos, en particular, con los obispos estadounidenses, donde al escándalo se sumaba la crisis financiera por las demandas millonarias legales de las víctimas. De allí que no resultara sorprendente que el día de su elección en Plaza San Pedro, donde nos encontrábamos mirando hacia el balcón de la basílica, durante el anuncio de su nombre, corriera en la plaza un rumor de desconcierto, primero, y luego de desaprobación si no de abucheo, que fue negado por algunos que no estuvieron allí.
CAJÓN DE SASTRE:
Fue precisamente durante el mes de enero de 2012 que estalló con toda su fuerza el Vatileaks, con la filtración a medios de comunicación de llamadas telefónicas, cartas privadas enviadas al Papa Ratzinger en la que altos jerarcas de la curia vaticana intercambiaban acusaciones, quejas personales o denunciaban corruptelas, robos, falsas facturaciones compra de inmuebles de súper lujo en Londres y especulaciones financieras con dinero del “Gobernatorato” de Ciudad del Vaticano, entre otros. El escándalo, abrumó a Ratzinger, quien se vio traicionado desde su mismo equipo personal en los Palacios Apostólicos, y por su mismo mayordomo. Espiado, acosado por las luchas intestinas, renunció posteriormente y se recluyó lejos del mundanal ruido.
Como decía desde Roma entrevistado el vaticanista Marco Politi, autor del libro, “Joseph Ratzinger, La crisis de un papado”: era “un gran teólogo y un gran predicador, pero no era un hombre de gobierno”. Fue un amante de una Europa, cristiana, eurocéntrica, que está desapareciendo rápidamente.