Por Federico Campbell Tijuana BC 1941 México DF 15 febrero 2014 / Foto: Yuri Valecillo / Reproducido con autorización del autor.- Me ví de pronto en Culiacán hablando con reporteros en activo y estudiantes de periodismo que, hacia el final del desayuno en el Bistró Miró, me preguntaron qué pensaba de los periodistas muertos en el ejercicio del deber. La frase me pareció alusiva tanto a policías como a soldados caídos en la primera línea de fuego, pero en realidad los muchachos me preguntaban por los casos recientes de periodistas asesinados.
Les dije algo que venía pensando en esos días: que no tenía sentido que se jugaran la vida reporteando los asuntos del narco o sus crímenes; que no valía la pena, que la sociedad mexicana no se lo merecía, que al gobierno no le importaba. No lo hagan. Nadie se les va a agradecer. Los van a dejar solos, como dejaron en Tijuana solo a Jesús Blancornelas. A nadie le importa. Todavía, más de veinte años después, los asesinos de Héctor Félix Miranda en Tijuana se mueren de la risa. Supieron desde entonces que actuaban en un país donde el Estado casi ya no existe y donde tener poder equivale a tener impunidad, sobre todo si se es hijo de un secretario de Estado. A un conocido abogado penalista le pregunté entonces, en abril de 1988, a mi regreso de Tijuana a donde fui enviado por Proceso para cubrir la muerte del Gato:
-Oye -le dije a Juan Velázquez-, si en México eres hijo de un secretario de Estado y mandas matar a un periodista ¿no te pasa nada?
-En México -me contestó el penalista que no tiene oficinas ni secretarias ni mensajero: trabaja con un celular en su casa y en los cafés- si eres hijo de un secretario de Estado puedes matar si quieres a tres periodistas y no te va a pasar nada.
Sigo pensando lo mismo.
La sociedad mexicana no se lo merece. Un muchacho de El Imparcial de Hermosillo, Alfredo Jiménez, se pierde por los rumbos de Álamos y el paso a Sinaloa por caminos vecinales en los tiempos del gobernador Eduardo Bours, y todavía se le clasifica como “persona desaparecida”. Ha habido casos en que se disfraza como “crimen del narco” la eliminación de un periodista más bien por deseos del gobernador. Los criminales se apuntan este favor y ya sabrán cómo cobrarlo más tarde.
Cuenta Carlos Moncada que en un principio Sinaloa era de los estados con más crímenes. Últimamente, dice el periodista de Hermosillo, le van ganando Tamaulipas, Chihuahua y Veracruz. Estos son los estados más peligrosos para los periodistas, según la cartografía del crimen. Oficio de muerte, de Carlos Moncada, aparecerá a finales de octubre publicado por Mondadori. De 1860 a 2012 han sido asesinados por lo menos 200 periodistas. Es muy probable que sean más.
Se trata de la investigación más exhaustiva que se ha hecho sobre los crímenes en contra de periodistas. “No quiero que este libro sea un amontonamiento de cadáveres y un río de sangre”, dice Carlos Moncada. El primer periodista asesinado, el 25 de diciembre d 1860, fue Vicente Segura Argüelles, director del Diario de avisos, de la ciudad de México. Era liberal y se enfrentó a balazos con soldados del general Miguel Miramón.
De cada cien mexicanos ochenta se informan por la televisión. Ya vimos lo que esto significó en las elecciones presidenciales pasadas. Televisa se instaló en el poder al apostarle a una masa inocente, pobre y desinformada que, para comer barbacoa ese domingo, estaba dispuesta a dar su voto por mil pesos como en la serie televisiva colombiana El patrón del mal. De esos cien compatriotas, que podemos imaginar en una tablero de ajedrez o en una plaza como la del centro de Oaxaca, seis se enteran de lo que pasa en el país y en el mundo a través de la prensa escrita. El análisis de un escritor, el artículo de un especialista, la opinión de un periodista de buena pluma (puede ser Sheaffer, Cross o Mont Blanc) y con sentido de la síntesis, es posible que le llegue cuando mucho a unos seis lectores. Lo mismo la mejor crónica de Juan Villoro o de Magali Tercero o de Diego Enrique Osorno o Fabrizio Mejía Madrid o Javier Valdez, apenas llegará a los ojos de los no más de seis ávidos ciudadanos que compran los quince ejemplares de La Jornada que llegan los domingos a Mérida, a San Cristóbal o a la librería El Día de Tijuana.
Los ensayos reportaje se dan, pues, más en el libro que en Televisazteca, donde nunca se verá ni oirá una investigación periodística sobre el lavado de dinero negro en México (que Calderón no quiso combatir en serio) una mención de los bancos y las casas que lo practican.
No pocas veces me he preguntado por qué mataron a Manuel Buendía en 1984. ¿Por qué no lo venadearon desde un edificio del rumbo, tipo Dallas? ¿Por qué no le disparó un sicario de casco-máscara desde una motocicleta, tipo Bogotá o Medellín, cuando el columnista se dirigía en su mustang a media noche hacia su casa? ¿Por qué hubieron de hacerlo a las seis y media de la tarde enfrente de miles de testigos, a la vista de todo el mundo (como en la carta robada de Edgar Allan Poe) en plena avenida Insurgentes y en la Zona Rosa? Tal vez para eso. Para que se viera. O porque tenían mucha prisa.
Lo que me intrigaba más bien era el motivo. ¿Lo asesinaron porque iba a publicar algo que acalambrara a Miguel de la Madrid o a Miguel Barlett (secretario de Gobernación entonces) o al señor de quién sabe qué? ¿Desde cuándo en México importa lo que se denuncie en primera plana y a ocho columnas? De todas maneras, y eso los saben antes que nadie los políticos, el Ministerio Público no actúa. Entonces, ¿de qué preocuparse? ¿Por qué matarlo? Contemporáneo de un periodismo sin consecuencias, por valiente que sea, no sentí entonces ni ahora que ése fuera la razón causa o motivo que se tuviera para callarlo. Lo que sí sospeché fue que tal vez sólo una gente del narco, poco ilustrado y nada consciente de la poca importancia que tendría en la prensa mexicana una publicación semejante, podía inquietarse creyendo que era muy grave y perjudicial.
Siempre me produjeron una gran admiración mis compañeros de Proceso que se arriesgaban haciendo reportajes. El mismo Julio Scherer. No tenía yo el temperamento ni el carácter para ir a las dos de la mañana a ver a un exagente de Gobernación que estaba en un carro en la colonia Álamos y que quería ver a Carlos Marín porque lo seguían unos guaruras. Sobre todo cuando el exagente había dado una entrevista sobre una carga más de la Brigada Blanca. Y Marín iba. Yo me hubiera muerto del miedo. Otros temerarios eran Paco Ortiz Pinchetti y José Reveles, Nacho Ramírez, el Billy Correa, el Gerry Galarza o Rodrigo Vera, a quien en algún hotel de Chihuahua la tocaban la puerta de su cuarto unos personajes ensombrerados y siniestros a las tres de la mañana para ver ¿qué onda mi amigo, qué anda haciendo por acá, a qué se dedica? No, es que vine a hacer una mediciones, soy ingeniero de la Reforma Agraria. Todos, pues. Yo me hubiera cagado del miedo.
Julio Scherer es alguien que piensa que siempre le va a ir bien, que nunca le va a pasar nada. Toda su vida de periodista se la ha pasado atravesando el lago Constanza.* Por eso recorría las calles de Harlem en Manhattan a las dos de la madrugada y por los barrios más bravos de los años 60 cuando Nueva York era muy peligrosa y te cortaban la yugular a la vuelta de la equina. Lo contrario de la paranoia: no sentirse perseguido, no captar el peligro, a mí no nunca me pasa nada, no hay que atraer el peligro. Hasta una vez que lo agarraron los soldados de El Salvador en un intento que hizo para ir a entrevistar a un jefe guerrillero y le descubrieron unos folletos de propaganda política en el portafolios. De no haber sido por los kabiles guatemaltecos que se lo arrebataron a los salvadoreños Julio no la cuenta. Cierto que lo tuvieron esposado a una litera en una barraca, pero luego lo liberaron porque en la ciudad de Guatemala se enteraron de quién era. Si alguna vez o más de una vez hubo alguna amenaza de muerte, Julio Scherer nunca la denunció en las páginas de Excélsior ni en las de Proceso. Son gajes del oficio y es mi problema si yo elegí este oficio. El lector no tiene por qué enterarse. No es asunto suyo cómo yo consigo la información ni qué problemas puedo tener. El reportero está detrás, se pierde, no es protagonista. La ética y la elegancia en un mismo gesto.
Para mí trabajar en Proceso era como estar en una base militar de la fuerza aérea en plena guerra por la libertad de expresión. Era como salir a combatir desde una isla del Mediterráneo durante la segunda guerra mundial, como la de Trampa 22, la novela de Joseph Heller, o la de Córcega de donde salió en su último vuelo Antoine de Saint-Exupèry. Cada quien salía en su caza. Scherer era el comandante en jefe y piloteaba un messerschmidt. Yo, un spitfire, Galarza un mustang, Paco Ortiz Pinchetti un zero japonés, Elías Chávez un tigershark, Salvador Corro, otro de esos aviones que, como escribía Faulkner, sonaban como saxofones. Conocimos el país. Volamos sobre la Baja California, el desierto de Sonora, la barranca del Cobre y la selva chapaneca. No ganamos ni perdimos. Salimos empatados con la vida.
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